Por: Josué Vera Guzmán
Hay un poder inusual en el testimonio personal. Cuando un individuo acepta a Cristo y su vida cambia drásticamente, la gente se da cuenta. No todas las conversiones son repentinas e instantáneas. Las historias de drogadictos que aceptan a Cristo, alcohólicos transformados por gracia, líderes empresariales materialistas y egocéntricos cambiados por el amor de Dios o adolescentes rebeldes convertidos, nos emociona escuchar; pero ciertamente no son los únicos ejemplos de conversión.
A. El testimonio del endemoniado: Un testigo inesperado.
Al llegar Jesús a Decápolis, el único que lo recibió fue un violento endemoniado, al cual Jesús liberó de los demonios que lo atormentaban.
Restaurado física, mental, emocional y espiritualmente, el ex-endemoniado quiso permanecer al lado de Jesús. Pero Jesús lo escogió como su primer misionero. Su misión era sencilla: contar lo que Jesús había hecho con él.
Los dos endemoniados curados fueron los primeros misioneros a quienes Cristo envió a predicar el Evangelio en la región de Decápolis. Durante tan sólo algunos momentos habían tenido esos hombres oportunidad de oír las enseñanzas de Cristo. Sus oídos no habían percibido un solo sermón de sus labios. No podían instruir a la gente como los discípulos que habían estado diariamente con Jesús. Pero llevaban en su persona la evidencia de que Jesús era el Mesías. Podían contar lo que sabían; lo que ellos mismos habían visto y oído y sentido del poder de Cristo. Esto es lo que puede hacer cada uno cuyo corazón ha sido conmovido por la gracia de Dios. Juan, el discípulo amado escribió: “Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos mirado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida; … lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos”. 1 Juan 1:1-3 (El Deseado de todas las gentes, {DTG}, p. 307).
Como resultado de su testimonio, meses después se reunió una gran multitud para escuchar personalmente a Jesús (Marcos 8:1-10).
B. El testimonio de María: Una alegría desbordante.
Su encuentro con Jesús la desbordó. No podía dejar de correr para contarle a todos las buenas nuevas de la resurrección.
¡Ha resucitado, ha resucitado! Las mujeres repiten las palabras vez tras vez. Ya no necesitan las especias para ungirle. El Salvador está vivo, y no muerto. Recuerdan ahora que cuando hablaba de su muerte, les dijo que resucitaría. ¡Qué día es éste para el mundo! Prestamente, las mujeres se apartaron del sepulcro y “con temor y gran gozo, fueron corriendo a dar las nuevas a sus discípulos” (El Deseado de todas las gentes, {DTG}, pp. 732, 733).
Después de encontrarnos con Jesús, nosotros también debemos correr para contar nuestra experiencia, porque las buenas noticias son para compartir.
Sin embargo, nadie la creyó (Marcos 16:11). Tampoco deberíamos sorprendernos si los demás tampoco aceptan nuestras palabras de inmediato. ¡Con el tiempo, todos ellos creyeron!
C. El testimonio de Pedro y Juan: Un silencio imposible.
La transformación de los apóstoles fue tan radical que incluso sus enemigos reconocieron que habían estado con Jesús (Hechos 4:13).
— Pedro: De auto-suficiente a Cristo-dependiente
— Juan: De hijo del trueno a apóstol del amor
— Tomás: De incrédulo a creyente
Cada uno tuvo una experiencia distinta, un testimonio particular que no podía dejar de transmitir.
Al igual que ellos, cuando somos transformados por Jesús no podemos dejar de compartirlo, aún en medio de las dificultades.
Todos debemos llegar a ser testigos de Jesús. El poder social, santificado por la gracia de Cristo, debe ser aprovechado para ganar almas para el Salvador. Vea el mundo que no estamos egoístamente absortos en nuestros propios intereses, sino que deseamos que otros participen de nuestras bendiciones y privilegios. Dejémosle ver que nuestra religión no nos hace faltos de simpatía ni exigentes. Sirvan como Cristo sirvió, para beneficio de los hombres, todos aquellos que profesan haberle hallado (El Deseado de todas las gentes, {DTG}, p. 127).
D. Pablo: Una conversión diaria.
La de Pablo es una de las conversiones más espectaculares. La visión de Jesús resucitado provocó un cambio radical en su vida.
Pero, cuando daba su testimonio, no se limitaba a hablar de cómo había sido y cuánto había cambiado. Hablaba también de todo lo que Dios seguía haciendo en su vida, ya que su conversión era diaria: “cada día muero” (1ª de Corintios 15:31).
Cuando el Espíritu de Dios se posesiona del corazón, transforma la vida. Se desechan los pensamientos pecaminosos, se renuncia a las malas acciones. El amor, la humildad y la paz ocupan el lugar de la ira, la envidia y las rencillas. La tristeza es desplazada por la alegría y el semblante refleja el gozo del cielo. Nadie ve la mano que levanta la carga ni cómo desciende la luz de los atrios celestiales. La bendición llega cuando el alma se entrega a Dios por fe. Entonces ese poder, que ningún ojo humano puede ver, crea un nuevo ser a la imagen de Dios (Mente, carácter y personalidad, {2MCP}, t. 2, p. 791).
Testificar no es hablar de nosotros, sino hablar de Dios; de Su perdón de pecados; de Sus bendiciones diarias; de Su inagotable gracia; de Su amor eterno… (Sal. 103:3; Lam. 3:23; Jn. 1:16; Jer. 31:3).
E. Pablo: Un testimonio personal poderoso.
Pablo trató a Herodes Agripa con gran amabilidad, agradeciéndole la oportunidad de dar ante él su testimonio personal.
Al ser interrumpido, Pablo decidió hacer un llamado personal al príncipe: “¿Crees?” (v. 27).
Contar lo que Dios ha hecho en nuestra vida tiene un fuerte impacto en los demás. Podemos mostrarles lo que significa conocer a Jesús y ser redimidos por su sangre, y llevarlos a una entrega personal.
Nunca se revelará verdadero refinamiento mientras se tenga al yo como objeto supremo. El amor debe morar en el corazón. Un cristiano cabal encuentra sus motivos de acción en su profundo amor cordial hacia su Maestro. De las raíces de su afecto por Cristo brota un interés abnegado en sus hermanos. El amor imparte a su poseedor gracia, propiedad y dignidad de comportamiento. Ilumina el rostro y suaviza la voz; refina y eleva todo el ser (Obreros evangélicos, {OE}. P. 129).
Conclusión
Testificar no se trata de nosotros. No se trata de lo malos que éramos o de lo buenos que somos ahora después de conocer a Jesús. Se trata de Jesús. Se trata de su amor, su gracia, su misericordia, su perdón y su poder eterno para salvarnos. El apóstol Pablo nunca se cansó de testificar sobre lo que Cristo hizo por él, pero nunca se centró exclusivamente en lo malo que era, en cambio, se centró en lo bueno que era Dios. Haz que tu clase repase Hechos 26:1 al 28. Observa cómo el apóstol Pablo divide su testimonio en tres partes: su vida antes de conocer a Cristo, cómo conoció a Cristo y su vida después de encontrarse con Cristo.
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